Ciclosfera #11

Mira mamá… ¡Sin manos! (recuerdos ciclistas)

Robábamos los tubos de goma naranja de las bombonas de gas para acoplarlos, cortados, a los radios de las ruedas. Nuestras bicicletas eran indígenas de abalorios reciclados, un motivo de orgullo donde gozar de una libertad perdida y magullarnos la rodilla en verano. Nostalgia de la primera pedalada, a la que seguirían millones.

La bici en la infancia: nuestro templo. Altar de agujetas e independencia fugaz regalada en comuniones, navidades y cumpleaños. La primera caída, el primer amor, la primera insolación: ritos infantiles con la bici como eje. Aprendías a montar y, poco después, pedaleabas como un ciclista del Tour. O eso creías, porque la ingenuidad era ley en cuestas sin pendiente, donde las distancias eran irracionales carreras para llegar el primero.

Código de forajidos

¿Quién no recuerda el sordo ruido de las dinamos, el ir dos en equilibrio inestable o el pedir un trapo a la abuela para limpiar bien el barro? Tu bici y tú eran un todo, y no había distancia que no pudiera recorrerse juntos. Cuando los mayores, aquellos extraños seres que siempre se movían en coche, nos decían que tuviéramos cuidado, acelerábamos para derrapar. Agarrados al manillar pulíamos un código de forajidos, descuidando lo demás.

Prestar tu bici era un signo de amistad: intercambiarse por otro, un fugaz acto de magia

La BH California era ligera y rápida como un mediofondista. La Motoreta pesada y recia, como un lanzador de martillo. Había más modelos, extraños o sofisticados, con palanca de cambios y espejos. Todos teníamos nuestra favorita, pero nunca nos negábamos a probar otras. Prestar tu bici era un signo de amistad: intercambiarse por otro, un fugaz acto de magia.

Las cicatrices

De repente, todos nos volvimos mecánicos. Enroscar, desenroscar y hop, la llave inglesa en la tuerca que sujeta el manillar. La grasa de la cadena mezclada con la grasa del bocata. Y, después de dejarlo todo perdido, lanzarse a explorar el mundo. Adiós a la urbanización o al barrio, hola a lo desconocido.

sin prisa #11
sin prisa #11

Pedalear a lo loco y sin rumbo, tarareando la melodía pegadiza del anuncio de la tele. Llegar a ese lugar mítico y soltar las bicis, agrupándolas como un solo ser vivo que jadea del esfuerzo. No era para tanto. Sólo importaba el camino. La bici nos enseñó que lo demás no era, no es, para tanto.

Al principio apenas llegaba al sillín; al final, las rodillas chocaban con todo

No recuerdo si la bicicleta crecía o si el que crecía era yo. Al principio apenas llegaba al sillín; al final, las rodillas chocaban con todo. En medio cientos de rasguños efímeros y dos o tres cicatrices conmemorativas, testigos y víctimas de nuestra torpeza y despiste. Después, el cambiar la bicicleta por la noche, la moto, el coche. La etapa más cruel, la adolescencia. Si éramos capaces de abandonar la bici… ¿Qué no abandonaríamos? Años que por suerte vuelan, en un furioso aleteo que no extinguió del todo la llama. Perseguir la felicidad es humano; encontrarla en bicicleta, divino.

Lo que no perdimos

La bicicleta de la infancia es nuestra magdalena proustiana: sabe a todo lo que fuimos y no hemos perdido del todo. Sabe a viento y a tormenta, a invierno y verano. Rueda con nosotros aún, en la valentía y fortaleza que nos lleva a pedalear cada día.

sin prisa #11
sin prisa #11

La bici nos hace pertenecer a una tribu extinta, a una forma de vivir remota. La bici es verde, barata, saludable y cool, y eso atraerá a sus nuevos y creciditos devotos, pero a los niños prematuramente abicicletados nos da igual. Nuestra mística es antigua y profunda, muda, inexplicable y fiel. La infancia en bicicleta no nos hizo mejores, pero partimos con una ventaja: los recuerdos nos impulsan.

Ciclistas en verso y prosa

El tópico niñez, bicicleta y libertad es uno de los locus amoenus de nuestra modernidad, un momento fundacional sobre el que asentar nuestra idea del mundo, nuestra poética. El escritor Daniel Gascón recuerda una excursión por Teruel: “Fuimos a Aliaga y subimos el puerto de Majalinos por las dos caras. A mí me gustaba subir y en el descenso me picó una avispa en el cuello. Al día siguiente celebrábamos una boda y la familia nos abroncó por habernos ido por nuestra cuenta, pero fue inolvidable”. A Gascón le enseñó a montar su padre, el también escritor Antón Castro. En uno de sus libros, El paseo en bicicleta (Olifante, 2011), se leen estos versos: “Cuando llegamos / al pantano, mi novia bajó de su bicicleta / y gritó: “Este es nuestro día de fiesta”. / La besé varias veces, claro. Me sentía / insoportablemente feliz, por mí y por ella y porque /era nuestro primer domingo de amor lejos de la ciudad”.

“El ciclismo en directo es como la cabalgata de los reyes magos: una ilusión de ilusos”

Pedro Bravo, autor de Biciosos (Debate, 2014), no tiene en cambio recuerdos de la infancia ciclista porque aprendió a montar casi de adolescente. “Fue a semiescondidas, lleno de miedo”, nos cuenta. “Pasé todo un verano en California con 15 años, y para ir de la casa de la familia que me acogía al centro de estudio tenía que coger una bici”. El primer día se pasó cuatro horas cayéndose y levantándose; quizá por eso, para él la bicicleta marca un antes y un después en la vida de las personas. La bici, dice en su libro, es una solución mecánica simple e ingeniosa, como simple y de algún modo ingeniosa es también nuestra infancia, donde los contornos abruptos de la madurez aún no se han mostrado con toda su crudeza.

Otro que aprendió muy tarde a montar fue Ander Izaguirre, autor del precioso Plomo en los Bolsillos (Libros del K.O., 2012). Ander avanzó mucho en poco tiempo: llegó a competir casi profesionalmente en su San Sebastián natal. Sus recuerdos están asociados a la etapa pirenaica del Tour a la que le llevó su padre. Los corredores, entre ellos su admirado Perico Delgado, subían Luz Ardiden, donde él estaba presto a verlo todo. Pero subió la niebla y apenas pudo intuir a cada corredor. “No podré nunca dejar de ver ciclismo en directo”, dice, “para mí es como la cabalgata de los reyes magos: una ilusión de ilusos”. Como la propia infancia.

Algunas monturas legendarias

BH California
Rápida, manejable y ligera, llena de complementos y extravagantes colores. Aroma americano para bicicleta española. Ideal para fardar sin tener que sudar demasiado, una BMX que cabía por cualquier calle que condujera a la adolescencia.

Motoreta
La némesis de la California, robusta y pesada, con un sillín enorme y cromado. Ideal para montar varios y dar un paseo, sin grandes pretensiones de carreras ni cuestas. Tras ella surgió toda una ola de imitadoras, algunas hasta con marchas (el no va más de la época).

Motobecane

Una clásica plegable francesa de los setenta y ochenta. Parecida a las BH, eran pequeñas y fáciles de transportar. Muchas aún se conservan y se cotizan al alza, como casi todas las monturas vintage que duermen en garajes y trasteros.

Roadmaster junior
Una marca estadounidense con un inconfundible aroma a los coches de los años 50. Mucho metal, alerones y una línea muy elegante… Verlas es imaginar a un niño recorriendo una urbanización suburbial con unas barras y estrellas al fondo.

Schwinn Lil Chik
Chicago, finales de los 70. Una bicicleta de niñas y un éxito de ventas. Cromada, con carenado, con un diseño ondulante y doble barra en el cuadro, era una preciosidad de la época, como una diminuta diosa en la ciudad de los coches gigantes.

Sears Roebuck NFL

La bici del rey del barrio, aroma yanqui y años 80. Con asiento en forma de banana, cromo por doquier y carenados de fantasía, hizo las delicias de sus afortunados poseedores, ya impregnados del free spirit con el que los estadounidenses proyectan sus vidas.