Ciudades

Bicicleta pública: felicidad compartida

Cada generación ha visto cómo irrumpía un nuevo elemento de transporte, cambiando el aspecto de las ciudades y la vida de sus habitantes. Pasó con el tranvía, el metro o el automóvil: hoy, la bicicleta pública ayuda a integrar a este vehículo como un medio más de transporte.

Nueva York, Londres, París, Montreal o Ciudad de México son ciudades que han vivido, los últimos tiempos, un notable despertar ciclista. Un crecimiento que, posiblemente, no habría sido tan rápido de no ser por el despliegue de sus bicicletas de alquiler. Lejos de la imagen del activista ciclista que cubre a pedales la mayoría de sus desplazamientos, el perfil del abonado de este tipo de sistemas refleja a un usuario que valora más el tiempo y la flexibilidad que la propiedad, que se despreocupa de la bicicleta una vez anclada a la base. Un usuario que no quiere depender del coche para sus desplazamientos: prueba de ello es que ningún sistema de bici pública ha prosperado sin una potente red de transporte público que la complemente.

Foto: Elisabeth Skene.
Foto: Elisabeth Skene.

Desde que Vitoria implantó el primer sistema en 2004, imitado después por Sevilla, Zaragoza, Valencia o Barcelona, la aparición de la bici pública disparó en España los datos de uso. Los ayuntamientos impulsaron este ‘boom’ mediante mejoras en la normativa y la creación de vías ciclistas, aunque en muchos casos sin molestar a la hegemonía del automóvil. En este sentido, Barcelona puede presumir de la red más tupida: en 2017, y coincidiendo con el décimo aniversario del Bicing, la Ciudad Condal alcanzará los 300 km de carriles bici en calzada, casi el triple que hace sólo un año.

La burbuja de la bici pública

La experiencia de las grandes ciudades animó a otras a seguir sus pasos, confiando en que al repartir estaciones surgirían los ciclistas. Incitados por las subvenciones del Instituto para la Diversificación y Ahorro de Energía (IDAE), más de 115 municipios estrenaron su sistema de bici pública entre 2007 y 2011. La mitad de estos sistemas están, a día de hoy, desmantelados, mientras otros agonizan sin apenas usuarios. Ajenas a esta debacle, las grandes ciudades siguen aumentando tanto su oferta de bicis como el número de usuarios.

“Desde 2010”, explica Alberto Castro, “el IDAE deja de dar subvenciones y muchos sistemas dejan de recibir inversión. Las ciudades pequeñas tienen menos capacidad para adaptarse a la falta de financiación, muchas no han podido afrontar la crisis económica”. Castro es investigador y coautor del Observatorio de la Bicicleta Pública,  el único proyecto en España que registra el funcionamiento y los resultados de estos sistemas. En sus análisis, recalca que ha habido fallos en la selección y vigilancia de los sistemas. “Casi la mitad de los sistemas cerrados tenían menos de cinco estaciones”, indica Castro, “una cuarta parte ha durado menos de dos años, cuando la bicicleta pública es un proyecto a medio-largo plazo que requiere compromiso y planificación”. Los anclajes abandonados pasan a ser un legado de la burbuja, como las rotondas innecesarias y los solares vacíos. “No todas las ciudades tienen que tener bicicleta pública”, recalca, “igual que no todas tienen por qué tener metro”.

Mejorar la salud pública

Los sistemas de bicicleta pública no son autosostenibles. Como cualquier sistema de transporte público, requieren una inversión que puede proceder de los presupuestos públicos, fuentes cruzadas como los parquímetros o fuentes externas como publicidad o patrocinios. Los más críticos estallan al saber que cada bici puede costar hasta 3.000 euros al año. Pero si se calcula el coste por viajero transportado, resulta incluso inferior al metro o al autobús.

Foto: Gideon Velib
Foto: Gideon Velib

¿Cómo convencer a una administración de que la bicicleta pública no es gasto, sino inversión? “El argumento de más peso es la mejora de la salud pública, que puede calcularse, monetizarse y considerarse un beneficio colectivo”, afirma Castro, cuyo trabajo en la Universidad de Zúrich se centra precisamente en este aspecto. “La introducción de la bicicleta pública repercute en la salud de tres formas distintas: por la reducción de emisiones derivadas del cambio modal del coche a la bici, por el aumento de la actividad física y por la mejora de la seguridad vial”, asegura. Pero no todas las ciudades cumplen los tres objetivos por igual; sistemas dotados con bicicletas eléctricas o que sólo atraigan antiguos peatones pueden tener muchos usos, pero sus efectos positivos serán más bajos que si redujesen el número de conductores.

El doble filo de la equidad

Gracias a su bajo coste y a la mayor facilidad de uso respecto al coche, la bicicleta siempre ha sido una herramienta frente a la desigualdad. Una virtud que se vuelve en contra cuando los técnicos deciden dónde instalar nuevas bases. Esther Anaya, investigadora del Imperial College de Londres y coautora del Observatorio de la Bicicleta Pública, estudia cómo afectan estos sistemas a la equidad social. “Técnicamente siempre es más eficiente comenzar por el centro de la ciudad, pero estarás atendiendo al rango con mayor poder adquisitivo”, explica. La demografía de los barrios supone que, al decidir la ubicación del sistema, inevitablemente se crea un sesgo por renta, etnia o incluso religión. “El objetivo es que el sistema cubra toda la población de forma homogénea”, indica Anaya, que recuerda cómo la bicicleta pública incrementa los índices de movilidad activa y, por tanto, puede mejorar la salud de las zonas que cubre.

Para los investigadores, además, la bicicleta pública supone un flujo constante de información: saber cuándo, dónde y cuánto se mueven los usuarios permite estudiar los beneficios de la bicicleta y diseñar las futuras pautas de movilidad. Hasta ahora, los nuevos sistemas han chocado con una complejidad logística sin precedentes. ¿Sus objetivos principales actuales? Equilibrar el sistema para evitar el colapso, en forma de estaciones llenas o vacías, y minimizar la redistribución de las bicis en camiones un proceso caro y contaminante que lastra la eficiencia del sistema.

Foto: Simbiosc.
Foto: Simbiosc.

Mientras tanto, fabricantes y ayuntamientos se obsesionan por ofrecer valor añadido a las bicicletas. Así, Copenhague equipa sus bicicletas con tabletas dotadas de mapas y GPS, como herramienta de navegación y promoción turística. En París estudian electrificar su sistema mediante baterías personales e intercambiables. Londres trabaja en incorporar nuevos faros láser para mejorar la visibilidad. Las nuevas formas de gobierno no son ajenas al fenómeno, y son varias las ciudades que someten a participación pública la ubicación de las nuevas estaciones.

Frente a estas innovaciones, los especialistas advierten que “es imprescindible planificar el sistema con unos objetivos previamente definidos”. Alberto Castro recuerda que, más allá de las novedades, los sistemas deben contribuir a mejorar la movilidad sostenible en su conjunto. “Si no”, asegura, “difícilmente podremos decir que un proyecto de bicicleta pública ha sido un éxito.”

El paradigma de BiciMAD

En este panorama de sistemas que triunfan o fracasan, Madrid llegó la última con sus bicicletas eléctricas de BiciMAD. Lo hizo con mal pie: máquinas estropeadas, fallos informáticos y estaciones bloqueadas afectan al 20% de los usos… Pero las expectativas de desbordaron. BiciMAD cuenta con más de 60.000 abonados y sus bicis se usan tanto como las de Barcelona. “La bici eléctrica es muy bien valorada por los madrileños”, explica Álvaro Fernández Heredia, gerente de la Empresa Municipal de Transportes. “Nuestro objetivo a largo plazo es conseguir un sistema fiable y reducir las incidencias por debajo del 2%, al nivel de exigencia que planteamos para cualquier servicio de transporte público en EMT”. Precisamente esta entidad pública ha asumido la gestión de BiciMAD para invertir su decadencia y satisfacer así la creciente demanda.