Ciudades

Berlín, la ciudad alternativa

Pobre y sexy. Comunista y nazi. Capitalista y capital. Disneyland underground. Ciclista. Retrato del siglo XX. Hipster. En el alma berlinesa cabe todo, pero quizás la ciudad más cool sea la Isla de Nunca Jamás: un lugar donde el tiempo discurre de una manera diferente, donde la inspiración emerge en cada esquina, mucha gente se mueve en bici y donde puedes quedar atrapado.

En Nunca Jamás no se podía crecer; en Berlín no está bien visto envejecer y sus ciudadanos viven a un ritmo particular. La ciudad no guarda parecido con sus homólogas europeas y ha establecido su propio modus vivendi. Eso, al menos, piensan sus residentes y muchos de sus visitantes, y las bicicletas forman parte de esa identidad.

Una realidad evidente nada más bajar del tren en la estación de Alexanderplatz, repleta de velocípedos: la Hauptstadt de Alemania es una ciudad amable con las dos ruedas. “La predisposición de los berlineses hacia los pedales es un regalo”, resume el análisis del Índice de Ciclabilidad de Copenhaguenize, el más completo y relevante y el que compara a un centenar de urbes. Y eso que la capital, en la que la bicicleta representa un 13% de la distribución modal, se extiende como una mancha de aceite. Los 3,5 millones de berlineses no se concentran alrededor de Mitte sino que se expanden y fluctúan en un downtown líquido.

Tras casi 30 años de división -en los que todo se duplicó: universidades, aeropuertos, operas, política o gobiernos-, la ciudad no admite el pensamiento único. En tiempos del muro, la zona de Zoo era el hervidero. El barrio se consolidó como refugio occidental y la mirilla por la que echar un vistazo a la RDA comunista. Al mismo tiempo, al otro lado del muro, la FernsehTurm, la torre de televisión de 368 metros construída en 1969, marcaba la pauta. Tras la reunificación y recuperación de la capitalidad del país en 1991, dos años después de la caída del Muro, esta zona se erigió como epítome del nuevo orden; la fascinación por el Este provocó la pérdida de interés de su hasta entonces antagonista Oeste. Aunque el muro no dividía con una línea recta oriente de occidente, en el imaginario colectivo se instalaron esas facciones ideológicas y geográficas.

Desmontando mitos

Un mito que se puede desmontar recorriendo en bicicleta el trazado de la pared que separaba vecinos, amigos, ideologías y países. Tras la noche del 9 de noviembre de 1989, las empobrecidas barriadas obreras de Friedrichschain y Prenzlauer Berg, con alquileres a precio de saldo y calefacciones de carbón, se convirtieron en hogar de bohemios. Ellos recorrían KastanienAllee a golpe de pedal provocando, sin querer, la gentrificación (elegantización) del barrio. Cuando la ultramodernidad de CastingAlee (Avenida Casting), como llegó a ser conocida, cansó a los modernos, emigraron al sur en busca de autenticidad. El multikulti barrio de Kreuzberg, donde se concentraban los hijos de los gastarbeiter (trabajadores invitados) turcos, fue nombrado sede no oficial del underground europeo; el anexo suburbio de NeuKöln, refugio de lo indie. “El lugar donde hay que estar”, cuenta Daniel Brühl. El actor regenta un bar de tapas en una de la calles de la zona, Bar Raval (Lübbener Straße 1; www. barraval.de), y se mueve en bicicleta.

Medio millón de berlineses pedalean a diario en los eternos días veraniegos y en las gélidas noches de invierno. Para los alemanes nunca hace frío excepto cuando no llevas la ropa indicada. Por eso, guantes, forros, bufandas y gorros forman parte de los accesorios invernales para montar en bicicleta. Durante el estío, ceden paso a enormes gafas de sol y totebags. No importa la temperatura; siempre hay bicis. “Para vivir aquí es casi imprescindible tener una”, cuenta Blanca Biosca, berlinesa desde hace ocho años. Tras resistirse a los pedales, usando la coherente red de transporte público, cedió a la presión de uno de sus mejores amigos. “Vivíamos cerca de Schönhauser Allee y la idea era ir al mercadillo turco (un espectáculo de colores, olores y estilismos) para hacer la compra. Era mi primer viaje y fue un poco locura”, recuerda. “Desde que empecé a usar la bicicleta, mi relación con la ciudad cambió”, añade. Recorriendo sus calles y bulevares -como el cultural y turístico Unter den Linden o el burgés apastelado Karl-Marx-Allee, antiguo StalinAllee y residencia del establishment del gobernante Partido Comunista-, no sólo se construye una imagen más nítida de la geografía de la ciudad, sino que la experiencia cambia radicalmente.

Con 900 kilómetros de carriles bici, según el Área de Tráfico y Desarrollo Urbano del Ayuntamiento, y una comprensión total hacia el pedaleante, cualquiera puede pedalear sin que le invada el terror. Atar y desatar la bici de una farola te hace sentir parte del tejido urbano, invita a participar en la vida en la ciudad y oxigena la mente para aparecer receptivo ante el chute de cultura que ofrece. Ya sea al penetrar la Isla de los Museos, con el renovado Neues Museum, o al acercarte a la última casa okupa, obligada visita que habla de otra época. Es difícil establecer un origen al movimiento ciclista berlinés. “Siempre ha estado ahí”, aseguran. Siguiendo la vía marcada por los países nórdicos tras la crisis del petróleo de los setenta, la Alemania occidental decidió incluir la bicicleta en sus planes de movilidad. En la parte oriental siguió siendo estratégica mucho tiempo; ni siquiera el flamante Trabant, el homólogo comunista al Escarabajo de Volkswagen, que se conseguía con cupones, logró disminuir el uso de las dos ruedas.

Petróleo, electricidad y pedaladas

Los tranvías, y sus peligrosos rieles, han desincentivado más. Las vías por las que circulan son capaces de enredar las llantas del ciclista más aguerrido y aparecen mayoritariamente en la parte de la ciudad alineada con Moscú hasta 1989. La política y la geoestrategia obligaron a desarrollar diferentes propuestas de movilidad. Los americanos apostaron por el petróleo para movilizar su parte de la ciudad; los soviéticos, para evitar una mayor dependencia del crudo, desarrollaron un sistema eléctrico de transporte público.

(foto: Rafa Vidiella)
(foto: Rafa Vidiella)

Cuando Klaus Vowereit, el alcalde del SPD, gestor de la renovación berlinesa y abiertamente homosexual, describió la urbe como “pobre, pero sexy”, no sabía que estaba creando un mito. Djs, diseñadores, periodistas o artistas habitan las calles de Berlín. Profesionales liberales, algunos libertinos, descubrieron la ciudad. Se sintieron integrados un año después, crecieron (un poquito) profesionalmente y cada año están más cerca de su meta. O eso piensan. En algunos casos es real; en otros, una entelequia. Son niños perdidos en una isla mágica. A pesar de que los años, casi 25 desde la reunificación, han normalizado Berlín, todavía tiene inercia como para ofrecer un discurso alternativo, con bicicleta, un poco dinero y un amplio abanico de opciones culturales y de ocio.

Djs, diseñadores, periodistas o artistas habitan las calles de Berlín

Las calles de Berlín son un museo urbano de la historia del siglo XX: capital de Prusia a finales del 1800; protagonista del triunfo del Tercer Reich; trofeo de guerra con la bandera comunista ondeando sobre el Reichstag; epicentro de intrigas con el Telón de Acero de fondo; modelo de desarrollo urbano y, ahora, adalid del poder político europeo con la austeridad como bandera. Cicatrices urbanas de un pasado convulso. La más grande, los restos del muro. Al recorrerlo en bicicleta acompañado de un mapa se evidencia que el objetivo de este cinturón de ladrillo era aislar la isla capitalista que los estadounidenses habían conseguido instalar en medio de la República Democrática.

En Berlín hay 7 bicis por cada 10 habitantes. La bicicleta ha sido estructural en el desarrollo de la ciudad. Antes de la II Guerra Mundial, después, durante la división y tras la reunificación. A diferencia de otros países, no se podría establecer el momento en el que las bicicletas eclosionaron.“Yo también soy berlinés”, dijo un día JFK, pero la bicicleta lo es más: la metálica y preciosa princesa de una incomparable ciudad.